Realismo Ecológico

La ciencia, nos prometieron, resolvería todos nuestros problemas ecológicos.

Armando Alvarez

Se suponía que el crecimiento económico era capaz de garantizar la prosperidad y el bienestar de todo el mundo, pero lo cierto es que ha creado necesidades más rápido de lo que podía satisfacerlas, y nos ha metido en una serie de callejones sin salida que no son de índole meramente económica.

El crecimiento capitalista está en crisis no solo porque es capitalista, sino porque se está topando con límites físicos. Es imposible imaginar paliativos para cualquiera de los problemas que han originado la crisis actual, pero lo que la hace diferente es que será inevitablemente agravada por cada una de las sucesivas soluciones parciales y aparentes a dichos problemas.

Aunque posee todas las características de las clásicas crisis de sobreproducción, la crisis actual posee además un número de nuevas dimensiones que los marxistas, salvo raras excepciones, no fueron capaces de prever y que lo que hasta ahora se ha entendido por «socialismo» no resuelve adecuadamente. Es una crisis de la relación entre la esfera individual y la económica como tales; una crisis del carácter del trabajo; una crisis de nuestras relaciones con la naturaleza, con nuestro cuerpo, con nuestra sexualidad, con la sociedad, con las generaciones futuras, con la historia; una crisis de la vida urbana, del hábitat, de la práctica médica, de la educación y de la ciencia.

Sabemos que nuestro actual modo de vida no tiene futuro; que los niños que traeremos al mundo no tendrán a su disposición durante su vida adulta ni petróleo ni un buen número de metales que hoy nos son familiares; que, si los actuales programas nucleares se hacen realidad, las reservas de uranio se habrán agotado para entonces. Sabemos que nuestro mundo se está acabando. Que, si seguimos como hasta ahora, los océanos y los ríos serán estériles, la tierra infecunda, el aire de las ciudades irrespirable y la vida un privilegio reservado a especímenes seleccionados de una nueva raza humana adaptada, mediante el condicionamiento químico y la programación genética, para sobrevivir en el nuevo nicho ecológico, forjada y sostenida por la ingeniería biológica.

Sabemos que durante ciento cincuenta años la sociedad industrial se ha desarrollado gracias a un saqueo acelerado de reservas naturales cuya creación requirió decenas de millones de años y que, hasta hace muy poco, los economistas, tanto clásicos como marxistas, han rechazado como irrelevante o «reaccionaria» cualquier cuestión relativa al futuro a largo plazo tanto del planeta como de la biosfera y de la civilización. «A largo plazo, todos estaremos muertos», dijo Keynes para sostener, sarcásticamente, que el horizonte de un economista no debería exceder de los 10 o 20 años. La «ciencia», nos aseguraron, encontrará nuevos caminos; la ingeniería descubrirá nuevos procesos que hoy no podemos ni tan siquiera soñar.

Pero la ciencia y la tecnología han acabado por hacer este descubrimiento central: toda la actividad productiva depende de que podamos tomar prestados ciertos recursos finitos del planeta y organizar una serie de intercambios dentro de un frágil sistema de equilibrios múltiples.

El objetivo no es deificar la naturaleza o «volver» a ella, sino tener en cuenta un hecho bien simple: los límites de la actividad humana están en el mundo natural. Ignorar esos límites desencadena una reacción violenta cuyos efectos ya estamos sufriendo de forma concreta, si bien generalmente incomprendida: nuevas enfermedades y formas de malestar, niños inadaptados (pero... ¿inadaptados a qué?), disminución de la esperanza de vida, reducción de los rendimientos físicos y de los resultados económicos y deterioro de la calidad de vida a pesar del aumento de los niveles de consumo material. La respuesta de los economistas hasta ahora ha consistido esencialmente en tachar de «utópicos» e «irresponsables» a quienes han centrado su atención en esos síntomas de crisis de nuestra relación fundamental con el mundo natural, una relación en la cual se basa toda la actividad económica. El concepto más atrevido que la moderna economía política se ha atrevido a concebir ha sido el de «crecimiento cero» del consumo físico. Solo un economista, Nicholas Georgescu-Roegen, ha tenido el sentido común de señalar que,incluso con crecimiento cero, el consumo continuo de recursos escasos producirá inevitablemente el completo agotamiento de estos. El objetivo no es abstenerse de consumir cada vez más, sino consumir progresivamente menos: no hay otra forma de conservar las reservas disponibles para las generaciones futuras. En eso consiste el realismo ecológico.

La objeción al uso es que cualquier esfuerzo para poner freno al proceso de crecimiento, o para reservarlo, perpetuará o incluso empeorará las desigualdades existentes y provocará el deterioro de las condiciones materiales de vida de quienes ya son pobres. Pero la idea de que el crecimiento reduce la desigualdad es incorrecta: las estadísticas demuestran, por el contrario, que lo cierto es lo contrario. Se objetará que esas estadísticas se aplican solo a los países capitalistas, y que el socialismo produciría una mayor justicia social; pero ¿por qué habría entonces que producir más cosas? ¿No sería más racional mejorar las condiciones de vida y su calidad mediante un uso más eficiente de los recursos; y producir cosas diferentes de forma diferente; suprimir residuos; y negarnos a producir socialmente aquellos bienes que son tan caros que nunca podrán estar al alcance de todas las personas y aquellos que son tan engorrosos y contaminantes que tendrían unos costes superiores a los beneficios tan pronto se hicieran accesibles para la mayoría?

Los radicales que se niegan a examinar la cuestión de la igualdad sin crecimiento ponen en evidencia que para ellos el «socialismo» no es nada más que la continuación del capitalismo por otros medios: una prolongación de los valores, estilo de vida y patrones sociales de la clase media, valores que los miembros más ilustrados de esa clase, bajo la presión de sus hijos e hijas, ya han comenzado a rechazar.

Hoy, la falta de realismo no consiste en abogar por un mayor bienestar a través de la inversión del crecimiento y de la subversión del estilo de vida imperante. La falta de realismo consiste en imaginar que el crecimiento económico aún pueda provocar mayor bienestar humano y que, de hecho, eso sea siquiera físicamente posible.

André Gorz, en La ecología como Política. Filósofo y periodista francés, rehusó oponerse al despliegue de misiles de EE.UU. en Alemania del Oeste en 1983, como reproche a los movimientos pacifistas con los que anteriormente se había alineado.

Traducido por Translator Brigades.