Miedo a volar

Liberar a la izquierda y desatar su alma animal.

Mark Gong

Los argumentos de la izquierda están plagados de asteriscos, excepciones, salvedades, consideraciones, notas al pie, excusas y etéreas posturas morales codificadas en un léxico que la mayoría de la gente ni siquiera entiende.

Mientras tanto, la derecha es capaz de mantenerse firme tras un optimismo simplista, rotundo y equivocado, escudándose en la gracia de Dios y en las buenas intenciones. La izquierda está paralizada mirándose el ombligo, obsesionada con la corrección filosófica de sus acciones; tartamudeando, matizando, disculpándose, contemporizando... gimoteando por el camino. La derecha, mientras, se guía por su instinto, reacciona sin pensar, se dedica a «sacar a los malos de sus guaridas», va al grano... ¡Escoge la máxima conservadora que más te guste! Las riendas del poder global están en manos de quienes han sabido articular simbólicamente una gran idea, sea cual sea. El sino de la izquierda global depende de si logra o no abrazar de nuevo una gran idea. Žižek, Badiou, Hedges, Klein, Rancière, Bifo, todos han intuido lo que la izquierda ha perdido, pero es Jonathan Franzen quien ha dado en el clavo:

Desear sexo con su pareja era una de las cosas (vale, la principal) a las que ella había renunciado a cambio de todo lo bueno que tenía su vida en común. Walter buscó por todos los medios formas de sexo que fueran mejores para ella, excepto lo único que acaso habría dado resultado: dejar de preocuparse por buscar lo mejor para ella y, sencillamente, obligarla a doblarse sobre la mesa de la cocina una noche y entrarle por detrás. Pero el Walter que habría sido capaz de hacer eso no habría sido Walter.

Te preguntarás ¿qué tiene eso que ver con la izquierda? Y al hacerlo, tú, y yo —quizás todos nosotros— ponemos de manifiesto la aflicción común que padecemos: la inquietante verdad de que el activismo se ha convertido en una máscara para la podredumbre espiritual y del carácter… de que quizás hayamos levantado una fachada progresista para tapar el peor de nuestros rechazos, el rechazo de nuestro espíritu animal. El sexo tiene mucho que ver con la situación actual. Representa tanto el deseo humano más básico como la represión voluntaria más común que todos compartimos. Si a puerta cerrada no somos capaces de ser libres, ¿cómo podemos tener algo que ofrecer al mundo? Eso no significa que uno tenga que ser sadomasoquista para ser progresista, pero ilustra que para que un mensaje sea auténtico debe provenir de una posición de emancipación personal.

La sinceridad y la liberación son adictivas. Las entidades más exitosas de cualquier sociedad lo saben y lo usan a su favor. Las Vegas se construyó sobre el principio de que si construyes, la gente vendrá. Y así sucedió, hasta erigir un oasis multimillonario en medio del desierto. Las Vegas no miente. No hay trampa ni cartón en el hecho de viajar a las desoladas llanuras de Nevada para tirar el dinero. Uno obtiene aquello por lo que paga: un casino burdel bajo un sol tórrido. La sinceridad es cuantificable. La posibilidad de lograr la liberación financiera, por muy improbable que esta sea, resulta embriagadora. Igualmente, si un movimiento tiene vigencia, sinceridad, honestidad y promete una verdadera liberación, la gente acudirá. Plaza Tahrir. Londres. Siria. Los disturbios de la Copa Stanley en Vancouver. Todos ellos sinceros, independientemente de la causa que les dio origen.

El escritor y activista ecologista Clive Hamilton lleva una década entera argumentando que la izquierda hace tiempo que lucha por no hundirse, como si se tratara de un montón de cuerpos quejumbrosos, arrogantemente piadosos, que chapotean en la orilla de una playa y gritan que hay que salvar el mundo sin asegurarse antes de que la ola no los arrastre también a ellos. En esencia, lo que viene a decir es que, como socorrista, la izquierda resulta muy precaria. Ni siquiera garantiza su propia seguridad —su liberación personal— y tiende a dejarse ahogar por la misma víctima a la que pretende salvar: los potenciales conversos. Esto no es, ni mucho menos, un argumento sobre la hipocresía. Es una valoración psicológica de lo que Hamilton considera el complejo de salvador endémico de la izquierda global. Un complejo que es poco creíble si no va acompañado de una gran sinceridad personal. Haz esto. Haz aquello. No consumas eso. Compra aquello. Lucharemos contra las grandes empresas. Luchemos contra la derecha. Un mundo mejor es posible. Una cacofonía de máximas blandas sostenida por unos cuerpos desesperados que colocan su desazón y su infelicidad sobre el altar del activismo... Justo el mismo impulso que hace que poblaciones enteras se sumen al nacionalismo étnico, se conviertan a una religión o se embarquen en otras ubicuas empresas populistas.

Un misionero cristiano en Tailandia me dijo una vez que los budistas no escuchan lo que dices, sino lo que haces. La gente del pueblo los observaba de cerca a él y a su familia, miraba cómo se trataban entre sí, se fijaba en las expresiones de amor, igualdad, respeto, humildad y modestia. Para ellos, me decía, la cualidad más importante era si demostraba haber tenido alguna revelación espiritual a través de la alegría que emanaba de él. Eso era un motivo de preocupación para sus correligionarios, que después de años de esfuerzos, no habían convertido a nadie. Él y sus amigos misioneros eran una gente sombría y melancólica. Les ofrecían un nuevo sistema a aquellos aldeanos tailandeses, pero no una nueva forma de ser. Es ahí mismo, afirma Hamilton, donde está la izquierda hoy en día. Su sistema carece de alma. Son personas incapaces de aceptar la realidad. Es una obsesión en busca de una causa que defender. Una masa de gente que mira hacia afuera cuando lo que debería hacer es mirar hacia su propio interior.

Todos lo hemos visto. Quizás incluso nosotros mismos somos esos arquetipos. La cerrazón del tipo de-mentalidad-abierta, versado en retóricas progresistas de última generación pero al mismo tiempo intolerante, anal, pedante, arrogante, maleducado y plenamente convencido de que sabe lo que es mejor para la sociedad. O el idealista que salta de causa en causa y pasa a condenar virulentamente la creencia que poco antes abrazaba de todo corazón, e intenta convertirte para que dirijas tu energía hacia el último paradigma. O los sospechosos habituales en las protestas, que presentan un desafiante desorden colectivo contra cualquier cosa o persona que represente un vago concepto de poder. Tal vez su propia vida esté patas arriba, carente de todo alivio espiritual, y sean totalmente incapaces de definir sus acciones más allá de una frase, pero a sus líderes eso no les importa. Su equivalente en el activismo actual es la acción colectiva organizada, por débil que sea, independientemente de su motivación o de la fuente emocional/espiritual de la acción. La izquierda debería poder ofrecer algo más. Necesita la honesta confianza en sí misma que posee la derecha, pero sin su orgullo ni arrogancia; la convicción de los evangélicos y el compromiso de los islamistas sin las falsas ilusiones y las justificaciones. Necesita emancipación. Necesita una espiritualidad de nuevo cuño que premie la iluminación personal y el monasticismo. Necesita, en una palabra, liberación.

Todas las grandes religiones hablan de liberar primero el propio ser y de cómo la bondad solo puede nacer de esa emancipación. En su versión corrompida, ese principio se transforma en las blasfemas doctrinas evangélicas de salud-y-riqueza que están arrasando en Nigeria, Corea del Sur, Holanda y los EE.UU. En su versión pura, es la llave del paraíso. En el evangelio de Juan, Cristo infunde ánimo a sus discípulos diciéndoles que la gente sabrá quiénes son los cristianos por el amor que se profesan entre sí. Sus primeros discípulos estaban asustados y vivían aislados bajo el yugo de Roma. Para convertir a la gente hubieron de mostrar con su gozo que sus creencias merecían ser emuladas. En el Islam, la yihad, la lucha contra el deseo y el pecado que habitan en nuestro interior, es la tarea principal de la travesía espiritual. Observada en su sentido original, la yihad va de la mano de la idea de que si cada cual se concentrase en ser un «buen» musulmán, la ley se desvanecería y la sociedad sería el resultado de la revelación de cada uno de sus habitantes. También la idea del budismo de que todo sufrimiento proviene del deseo hace hincapié en la necesidad de perfeccionamiento de uno mismo. Sin la iluminación, insistía Buda, estamos destinados a repetir los errores del pasado independientemente de la bondad de nuestras intenciones. Las reflexiones actuales del Dalai Lama relativa a alcanzar la paz mundial a través de la paz interior constituyen la mayor afirmación política de ese principio.

Se ha abierto una brecha entre política y emancipación personal. El activismo se ha vaciado de misticismo y ha quedado reducido a una estéril propaganda racional, una hoja en blanco sobre la que los manifestantes proyectan sus deseos y sus necesidades, reivindicaciones imposibles de satisfacer hasta para el más rico y benevolente de los estados. Y, a pesar de su carácter sisífico, fútil e infructuoso, es ahí donde se encuentra la mayor parte de la izquierda occidental en la actualidad. Causas infinitas, grandiosos ideales... y vidas desdichadas. Tal vez ha llegado la hora de revertir el paradigma y reconsiderar lo que se perdió con la religión hace mucho tiempo: la liberación de nuestro espíritu animal.

—Darren Fleet

Traducido por Translator Brigades.