Las grandes ideas de 2013

El culto al individualismo

Una obsesión enraizada en lo profundo de nuestra psique.

Dios había muerto. Los mares de la metafísica volvían a extenderse sin límites; un nuevo horizonte de posibilidades se abría para todas las creencias e ideales. Los valores fueron re-evaluados, re-moldeados y re-construidos, y cada nuevo valor fue forjado a imagen y semejanza de su creador: el yo individual.

Fuimos «liberados» para pensar lo que quisiéramos, decir lo que quisiéramos y creer lo que quisiéramos; más o menos, así fue. ¿Y qué conseguimos? Aparente libertad, derechos «individuales» inalienables y en Estados Unidos, «la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad».

Más tarde se extendió la pose de me-la-suda-todo, ese característico pasotismo guay y vacilón. Pero lo que me-la-suda-todo significa en realidad es me-la-suda-todo-porque-no-me-afecta, es la actitud predominante, en que la suspensión del juicio va de la mano del relativismo moral. El sociólogo Charles Smith descubrió tras entrevistar a 230 jóvenes estadounidenses que la respuesta común a las preguntas morales más comunes (sobre la violación, el asesinato, el robo) era de perplejidad. La gente joven carecía de nada sustancial que decir acerca incluso de cuestiones éticas extremadamente genéricas. La respuesta por defecto era que las elecciones morales son cosa de gustos individuales, que la moral personal no es más que una pequeña pieza de un yo individual que construimos cuidadosamente y que modelamos a voluntad. «Es una cuestión personal», fue la respuesta de muchos entrevistados: «Depende del individuo. ¿Quién soy yo para opinar? ¿Quién soy yo para juzgar?»

Cuando las creencias, preferencias estéticas e inclinaciones morales se convierten en una mera cuestión de estilo personal, obtenemos la mentalidad hipster, según la cual el nihilismo desenfadado mola. De hecho, la palabra «moral» se convierte en algo sucio más allá de los círculos conservadores. Pero el culto al individualismo trasciende el ámbito de lo político: todos participamos de este culto.. Todos hemos llevado sus lentes invisibles sobre nuestros ojos al punto de que percibimos el mundo a través de una visión de túnel retorcida y miope. Tratar de encontrar y quitarse estas lentes es tan fútil como intentar morder tus propios dientes, pues son parte de nosotros mismos.

El gran mito de nuestro tiempo es la heroica fábula del hombre hecho a sí mismo, Su Majestad el Yo Autónomo (y es justamente este tropo el conveniente mito fundacional que el capitalismo necesita para su supervivencia política en el tiempo). Pero este mito no necesita de credos para perpetuar su imperio, pues está entretejido en la pura fibra de nuestro ser.

A todos nos inculcaron el culto al individualismo: nos lo inculca la familia, que nos dice que somos especiales; la visión del sueño americano; la escuela, que nos exige que optemos por un campo especializado; la publicidad, que nos empuja a forjar una identidad en base a ciertos patrones de consumo; el capitalismo, que nos enseña que el éxito consiste en triunfar en la competición de todos contra todos; y la ubicua literatura new age y de autoayuda, que nos insta a crear nuestras propias realidades...

Pero si todo el mundo creyera ser el centro de su particular universo en el que es posible crear un mundo, valores y sentido propios, la civilización degeneraría rápidamente en el solipsismo, el narcisismo, la megalomanía y/o la demencia colectiva. No sorprende pues que el «nosotros» esté en franco declive… ¿y qué hay de malo, después de todo, en el «nosotros» unidos? No existe el «nosotros», no existe lo «colectivo», solamente yo, yo y yo. El país no es un todo unificado sino una cacofonía de átomos solitarios que rotan sobre sí mismos al son de su ritmo e idiosincrasia internos, y que frecuentemente chocan entre sí. Los axiomas de la Declaración están perdiendo su aura de sacralidad, así que el único pegamento que nos mantiene unidos es… bueno, no hay ninguno.

La unión de este egoísmo con la racionalidad —la arrogancia inherente al otorgarnos la condición de ser el único «animal racional»— puede ser el talón de Aquiles de la civilización occidental, aunque no nos hayamos dado cuenta aún... ¿o quizá sí?

Con los descubrimientos en neurociencia, que revelan que nuestra condición primaria reside en que somos seres sociales; con la crisis ecológica, que exige cooperación global a pesar de las diferencias; y con el peligro del capitalismo, que revela los límites de la filosofía social de la supervivencia de los más aptos, la esencia de quien creíamos ser se está desmoronando. Es como despertar de una larga alucinación... es desconcertante y aterrador y, sin embargo, una epifanía... pues a lo que nos enfrentamos no es otra cosa que a una crisis de identidad, una que nos fuerza a crear una nueva definición de lo que significa ser humano.

Es incómodo ir a contracorriente de una cultura totalizante y omnipresente que refuerza una concepción caníbal de la naturaleza humana. Da miedo pararse a reconsiderar quién eres en pleno proceso de darte cuenta de que todo aquello que te enseñaron era mentira: un mito expuesto como tal. Pero es precisamente esto lo que los budistas han estado intentando decir durante miles de años, que la noción de un «yo separado» es una ilusión, una ilusión peligrosa contra la que debemos ejercer una constante vigilancia a fin de corregir esa percepción errónea y de no echar a perder nuestro potencial como seres capaces de empatía y conciencia.

Nuestra concepción del yo individual nació en el contexto del s. XVIII, al menos, y comienza a aproximarse ahora al fin de su trayecto. ¿Cuál es el nuevo paradigma de la naturaleza humana que emerge ahora en respuesta al mundo tal cual es en 2012 y 2013? Continuar por la vía del individualismo desenfrenado sería nuestra perdición.