La línea recta es profana e inmoral

La elegía política de Liu Xiaobo

Reflexiones desde mi celda.

Carlos Barria/Reuters

Durante estos últimos diez años, a menudo me he sentido asediado por un sentimiento de culpabilidad. Cuando estuve en la prisión de Qincheng, traicioné la sangre de los difuntos al escribir una confesión. Tras ser liberado, seguí teniendo, de algún modo, una notoria reputación y recibía una cantidad excesiva de atención. Pero las víctimas comunes, las personas anónimas que hoy día siguen en la cárcel, ¿qué han recibido? Siempre que pienso en esto, no puedo seguir mirando en las profundidades de mi alma, hay demasiadas debilidades que encarar, demasiado egoísmo, demasiadas mentiras vergonzosas.

Durante demasiado tiempo hemos estado apoyados sobre el filo de la bayoneta de las mentiras, la sinvergonzonería, el egoísmo, la debilidad, hasta el punto de perder totalmente la memoria y el tiempo; una vida entumecida, incesante e interminable, que empieza desde cero y en cero acaba. ¿Qué cualificaciones podemos reclamar para nuestra poderosa nación? Ninguna tiene el menor mérito. ¿Y qué nos queda a nosotros? A lo largo de esta tierra, hasta los desiertos cargan con culpas. Los desiertos con su vasto vacío y desolación —¿es esto lo que nos va a quedar?—. También yo he comido traseros hervidos con sangre humana: a lo sumo he construido ornamentos contra un sistema antihumanista —apresado para ser liberado, liberado para ser apresado— y no se sabe cuándo acabará este juego ni si he hecho algo por las almas de los que no están, para ser capaz de permitirme recordar con un corazón y conciencia limpios.

Durante mucho tiempo usé la resistencia y la estancia en prisión como expiación, al intentar llevar a cabo mis convicciones con integridad, pero esto creó heridas profundas y dolorosas para mi familia. En realidad, la estancia en prisión para mí, para los activistas que trabajan contra un sistema autoritario, no es algo de lo que alardear, es un honor necesario al vivir a merced de un régimen inhumano, donde hay pocas opciones para los individuos excepto la resistencia. Puesto que la resistencia es una opción, la encarcelación es simplemente parte de esta elección: la inevitable vocación como traidores de un estado totalitario, así como un campesino debe ir al campo, o un estudiante debe leer libros. Puesto que la resistencia es una opción para descender a los infiernos, uno no debe quejarse de la oscuridad. Hasta el punto en que crea que hay un muro delante, debo seguir ejerciendo fuerza para hacerlo añicos —y la herida que chorrea sangre en mi cabeza es autoinfligida—. Uno no puede tomar a mal a nadie, no puede culpar a nadie, sino que debe llevar la herida solo. ¿Quién ha sido quien te ha permitido volar como una polilla a las llamas, en lugar de dar un rodeo?

Cuando brindaba por los ancianos de la autocracia, y mi firme postura —con una reverencia recta e inspiradora— me granjeó el atrevido epíteto de «activista por la democracia», con conciencia de que este era un momento de virtudes y logros consumados, precisamente entonces comenzó el lento tormento de mi familia extensa. En mi día a día raramente soy consciente de la gente que vive a mi alrededor. Más bien suelo ser consciente tan solo de sublimes abstracciones: justicia, derechos humanos, libertad. Uso a mi familia como salvaguarda de mi seguridad diaria mientras miro con el corazón acongojado y la carne temblorosa los defectos del mundo.

Durante una estancia en prisión de tres años, mi mujer hizo treinta y ocho viajes desde Beijing a Dalian para verme, y en dieciocho de esas ocasiones no pudo realmente aguantar verme frente a frente y rápidamente dejó algunas cosas y se apresuró de vuelta. Atrapada en una gélida soledad, incapaz de preservar la mínima cantidad de privacidad cuando era seguida y espiada, esperó sin descanso y luchó sin descanso, con su cabello encaneciéndose en su perseverancia nocturna. Estoy castigado por la dictadura en forma de prisión; castigo a mi familia al crear una prisión informe alrededor de sus corazones.

Este es un tipo de crueldad totalitaria donde el derramamiento de sangre pasa desapercibido —y en China es especialmente cruel y severo—. Desde el momento en que se inició la reforma agraria en la década de los 50 («supresión de contrarrevolucionarios», «remodelación ideológica» mediante las campañas de los Tres Anti / Cinco Anti, la Alianza Antipartido de Gao-Rao, los Grupos Antipartido Hu Feng, «purgando contrarrevolucionarios», «la transformación socialista de la industria y el comercio», el Movimiento Antiderechista), de los 60 a los 70 (Movimiento de Cuatro Limpiezas, el Movimiento para la Educación Socialista, la Revolución Cultural, «criticando el Viento desviacionista derechista de anular veredictos», el Movimiento Cinco de Abril) después a lo largo de los 80 y los 90 (la Campaña anticontaminación espiritual, la Campaña Contra la Liberalización, el Movimiento Cuatro de Junio, «suprimir el Partido Demócrata y todos los demás disidentes», «Aplicar mano dura contra Falun Gong y todas las organizaciones no gubernamentales»), cincuenta años han pasado: China crece en tamaño con una población de 1.900 millones y, sin embargo, es casi imposible encontrar una familia intacta. Maridos y mujeres divididos; padres e hijos convertidos en enemigos; amigos traicionándose unos a otros; un disidente intenta implicar a un grupo de inocentes; un individuo encarcelado por mantener diferentes perspectivas políticas —entre familiares y amigos debemos soportar un acoso ilegal por parte de la policía—.

Mientras, a lo largo de esta extensión de tierra, demasiadas víctimas inocentes son condenadas e incluso ridiculizadas tras el, así llamado, «desinterés» de los políticos profesionales. Por su propio poder, reputación, estatus y la llamada «perfección del carácter» —con el propósito de recibir la adoración de un dios— tratan a la gente como sus escalones personales; incluso aquellos cercanos a ellos solo pueden servir a la absoluta perfección de las autoridades y sacrificarlo todo por nada. La antigua sabiduría política de China y también su carácter político consisten en «la autoperfección para lograr el desinterés» y están marcadas por una sangre fría que carece de un velo de humanidad o felicidad humana —desde el mítico Yu, el Grande, intentando domar las inundaciones durante trece años y pasando por su casa tres veces sin entrar para ver a su familia, hasta la mujer de Mao Zedong, que murió en prisión, estos han sido consagrados como los parangones del carácter político—. En particular, los vencedores, entre los cuales nunca han dicho a aquellos que han victimizado (incluyendo su propia familia), «lo siento». Sus corazones siempre han estado en paz sin ninguna angustia (como mucho, asumen la apariencia de tener una conciencia de culpabilidad y remordimiento). En su lugar, transforman estas víctimas en santos capiteles endiosados que ellos mismos puedan ostentar ante la sociedad. Sobre sus falsas caras adosan otra capa de oro.

Si las políticas excesivamente empapadas en sangre del Estado totalitario no existiesen, un político no tendría la necesidad de permitir que el resto se sacrificase tanto y, las familias, en particular, pagan los más altos costes de los sacrificados. A menudo cuando pienso en el camino de resistencia que escogí, salpicado con los sacrificios a los que mi familia se ha visto forzada a hacer, el dolor es casi insoportable. Durante estos recurrentes momentos me ofendo de verdad a mí mismo, hasta el punto que siento que soy verdaderamente la causa más repugnante. Mucho antes del Cuatro de Junio, había estado tramando planes de piedad infilial y nihilismo nacional en el cementerio ancestral; sin embargo, la nación a la que me enfrento —«madre tierra»: esta gran palabra vacía— ha retenido siempre una pose sospechosa y, especialmente para nosotros, el patriotismo es el último refugio de los villanos. Nunca he sido de los que le preguntan a una persona sobre su trasfondo social o étnico, en su lugar, pregunto sobre el lugar donde esa persona se ha convertido en uno de tantos individuos únicos, si la vida allí defiende la dignidad, los derechos civiles, la libertad, el amor, la belleza. Una vez, hace mucho tiempo, hice una declaración excesiva sobre «trescientos años de colonización». Hoy me inclino por la «occidentalización exhaustiva», entendiendo «occidentalización» como humanización: tratar a las personas como a seres humanos. Ya que en China, en el pasado y en el presente, el gobierno nunca ha tratado a sus ciudadanos como a seres humanos, hasta el punto que las gentes de China deben experimentar la servidumbre de «haz el favor de no llamarme humano» de Wang Shou para saber cómo vivir. Y la supuesta intelectualidad china es, en su mayor parte, conspiradora y cómplice del dictador. Algunos me han llamado engreído y, sin embargo, no puedo negar el temor y la humildad que siento en las profundidades de mi alma. En presencia del sacrificio de Cristo, en presencia de la desesperación de Kafka, en presencia de las verdaderas agallas y las amargas lágrimas de Lu Xun al abrazar los cuerpos de los disidentes, en presencia de la sabiduría de Kant, en presencia del amor de Jin Yuelin, el metafísico daoista, hacia Lin Huiyin, yo siempre soy el más pequeño de los humanos.

Mi mujer y yo somos los más agraciados por esta víspera del milenio —el aniversario del Cuatro de Junio— que estará grabada en nuestras memorias por el resto de nuestras vidas. Por supuesto que esa noche no fue extraordinariamente significativa para nosotros, siendo una entre incontables noches y, sin embargo, poseída por el amargo dolor de la tumba que continúa confrontando la memoria de los espíritus que han partido. Los vivos deberían, realmente, cerrar sus bocas y dejar hablar a las tumbas; dejar a las almas de los muertos enseñar a los vivos lo que significa vivir, lo que significa morir, lo que significa estar muerto pero todavía vivo.

Liu Xiaobo es un prisionero político y poeta chino. Liu fue uno de los líderes durante las protestas de la plaza de Tiananmen del Cuatro de Junio de 1989, cuando cientos y, posiblemente, miles de manifestantes desarmados fueron asesinados por las autoridades. En 2009 fue encarcelado por «incitar a la subversión contra el poder del Estado» y actualmente cumple una condena de once años. Liu fue galardonado con el premio Nobel de la Paz en 2010 por su «prolongada lucha no violenta contra los derechos fundamentales en China» siendo la tercera persona en la historia en recibir el galardón en prisión. Una versión más extensa de este ensayo aparece en su recientemente traducido Elegías del 4 de Junio publicado por Editorial Kailas.